Todo comenzó con un pequeño impulso.



Todo comenzó con un pequeño impulso. No aprendí a montar bicicleta en mi niñez, sí, mi madre no quiso enseñarme porque tuvo un fantástico accidente en el cual su clavícula se le salió de la piel, atravesó la camiseta y rayó la acera fue ahí, cuando abandonó las dos ruedas y le dio paso a las cuatro, a la gasolina y al estrés de los trancones. Conmigo, no sucedió la misma historia ¿en qué iba? Ah sí, como ven, mi madre no me enseñó a andar en dos ruedas y mucho menos mi padre, tanto mi hermano como yo aprendimos de viejos. Yo aprendí por curiosidad, porque un ser, bien allegado de hecho, adoraba montar en bicicleta, yo le copié el cuento y decidí lanzarme al ruedo. Al comienzo fue difícil ¿cómo no? Cuando se es niño los raspones no duelen y la sangre no asusta, con los años nos damos cuenta de cuánto duele un totazo y nos enfrentamos a nuestras inseguridades constantes. Por otro lado, ese cuento del equilibrio no es nada sencillo y, mantener coordinado el movimiento de las piernas y al mismo tiempo, el vértigo de la caída, era cosa seria.

Pues bien, como venía diciendo, me lancé al ruedo y así, me arrojé directamente a las calles. Sí, el delirio de la bicicleta me devoró, no quería saber más que de ella y, así fuese sumamente pésima al volante, todos los días salía a chocarme con espejos retrovisores (de hecho, me gané cinco de ellos y muchos insultos de paso). Y así pasaron unos muy buenos días hasta que la monotonía de los días y la comodidad aparente me hicieron dejarla paulatinamente, pero este no es el final de esta linda y trivial historia, es tan solo el comienzo.

Dejé transcurrir un largo periodo tiempo, hasta que conocí a otro personaje jodidamente significativo en mi vida él, como el anterior personaje, amaba en demasía las bicicletas y volvió a subirme la fiebre, gracias a su impulso y al contagiarme su ímpetu, compré mi propia bicicleta; Casiopea I (sí, desafortunadamente existe ahora una Casiopea II y para allá voy). Amé a Casiopea I, y nuevamente la calle me sabía a bicicleta pero más que antes, ahora sí tenía mi propia bicicleta comprada con los no muchos ahorros que pueda tener una joven universitaria que trabaja como mesera. Ahora sí, ya no era solo una entretención, ya era también lo que la mayoría ven de ella; un medio de transporte. Pero para mí no era solo eso, para mí aparte de llevarme de un sitio a otro era mi pasatiempo, me hacía feliz, liberaba mi estrés, me ayudaba a sobrellevar la angustia sin sentido que permeaba mis días y, me hacía sentir útil (bueno no sé porqué hablo en pasado, aún siento lo mismo). El problema, es que fui sumamente apresurada e impulsiva como siempre y no supe discernir entre mi gusto y mi seguridad y tampoco, entre lo que creía saber y lo que de verdad sabía de las calles.

Pues bien, aquí viene el meollo del asunto, al no conocer muy bien sobre bicicletas, no llevé las suficientes veces a Casiopea I al médico razón por la cual, estaba sumamente desajustada y repleta de detalles no tan buenos. Sin importarme esto, me lancé de siete esquinas cuesta abajo y, al encontrarme cerca a un carro al dar un giro muy abierto, presioné con fuerza los frenos que por su falta de cuidado se reventaron inmediatamente. Fue ahí, donde vi pasar pronto mi vida frente a mis ojos, es cierto, cuando se siente la muerte cercana, se piensan muchísimos aspectos en muy poco tiempo. Y taaaaaas me di contra el parabrisas de un auto estacionado dado que me fascina, estampillarme contra vehículos estáticos. Sangre, desorientación, sangre, nariz rota, sangre, diente despicado, sangre, muñeca fracturada, sangre, ambulancia, sangre, aullido de alarma, más sangre, hospital, sangre, dolor de cabeza, menos sangre, angustia, ausencia de sangre, hallarme nuevamente. Fueron unos días difíciles y, aunque no fue el evento más encantador de mi vida me ayudó a crecer y produjo muchísimos aprendizajes.

Ahora bien, pensarán entonces que aquí se acabó la historia, pues no. Es cierto que la dejé por un tiempo, algo de temor me invadía al pensar en otro evento de esa magnitud. Pero mi amor hacia las bicicletas fue mayor y nuevamente me lancé al ruedo, primero con algo de susto, con mesura y con poca frecuencia. Luego, apareció Casiopea II, una hermosa monareta roja con canasta, corneta de mazamorrero y luces encantadoras y es en ella, en donde mis viajes diarios a la universidad cobran sentido, donde doy paso de lo gris del transcurrir de los días a la alegría de las ruedas. Estudio en la Javeriana y sí, todo es bello hasta que llego a la endemoniada cañas gordas pero, no por eso disminuyo el paso, enfrentarme a un obstáculo aumenta mis deseos de seguir y no se imaginan cuán satisfactorio es no parar, llegar a mi universidad, secar el sudor de mi frente y estacionarla y no siendo poco, está mi maravilloso premio ¡la bajada! Ahora bien, ese sí es el final de esta pequeña historia, aunque no finaliza aquí, sigue transcurriendo día a día y la fiebre de dos ruedas no se me quita.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Diarios de viaje: Cali, Colombia - Montañita enero 2017

Foránea de mí

El "hubiese podido ser" I parte.