¿qué se vive en la vida real? Primera parte.



Y sí, sentado en la plaza me lo dijo un viejo albañil: “No sé cuántos edificios en mi vida construí, lo que sí sé, es que a ninguno me volvieron a dejar entrar”.

Eso fue el pasado verano y aún recuerdo su rostro, descompuesto, vengativo y agotado ¿cuántos como él habrá? ¿Cuántas personas no podrán acceder tan siquiera las obras que producen? Y es que no es solo ese albañil, es cuanto asalariado hay laborando a esta hora, todos producen, crean, innovan, hacen, dan todo de sí, todo bajo el yugo de la necesidad de un nimio pago y encarcelados en cuatro paredes grises en un espacio reducido. Cuántos persiguen sus sueños y se quedan en el intento, cuántos artistas, pintores, fotógrafos, escultores, directores de arte, músicos, filósofos, escritores, cuántos han renunciado a seguir con aquello que les apasiona por tener que llevarse una miga de pan a la boca. Es entonces donde aparece la frustración, el desasosiego, es ahí donde se siente la nada, donde la vida pierde sentido, solo al experimentar la ruptura de los sueños es donde se ve cuán poco se es. Cuán poco se es no por culpa de sí mismo, es por culpa del endemoniado sistema económico, es sentir las cadenas de la moneda, es sentir que nada vale, que nada que sea propio tiene un peso, no, lo único que vale es la producción masiva, es hacer parte de los registros del gobierno, es salir y darle al jefe las ocho horas que pide de trabajo, si no es que son más, con un salario menor del mínimo.

Y bueno, yo acá todo lo miro exento de todo mal, soy un espectador del daño, voy con mi paquete de crispetas viendo la abominable tragedia del día a día y del quehacer de tantos. Porque sí, nací en cunita de oro, jamás he pasado por necesidad alguna porque sé que estudie o no, tenga expectativas o no, mi padre es dueño de una multinacional que al morir me heredará. Y no es que eso me llene, no, por el contrario, me produce decepción, me avergüenza, sé que estoy sentado dejando que la vida pase frente a mí, sé que estoy dejando que la vida me arroye, me embista, me aplaste. Sé también que no haré nada para cambiarlo, estoy muy cómodo en mi posición de pequeño burgués pseudocrítico, sé también que al autoproclamarme desertor de todas las causas me clavo la estaca en el pecho, sé también que sé que pasa en el mundo y sé que, no es que no pueda cambiarlo, sino que así me duela, no me importa.

Sí, yo estoy sentado al otro lado de la calle observando el asesinato de tantos, la aniquilación de sus esperanzas y soy testigo y al ser testigo, soy culpable. Es por esto, es por este yugo, por esta angustia que me embarga al sentirme responsable por hacer caso omiso al mal del mundo, que vengo a contar esta historia, que daré cuenta de qué jodido está todo, que investigué, investigué desde la distancia para poder contar qué pasa del otro lado de la moneda. Él se llamaba Juan, sí, se llamaba, porque desafortunadamente en un evento terrible falleció. Como venía diciendo, se llamaba Juan, era el padre de tres hermosas niñas, Karla, Jessica y Alexa, la primera de cinco, la segunda de siete y la tercera recién mayorsita de edad. Su mujer lo había dejado por un comerciante-traficante-malandro, un canalla de mala muerte que abusaba de cuanta mujer se le pasase por enfrente pero, como por la plata baila el perro, se fue en busca de una mejor vida. Él vivía en un barrio estrato uno, aún no puedo creer como somos capaces de estratificar en este país tercer mundista, un estrato seis acá no es capaz ni de acercarse a los altos lujos que puede darse un multimillonario de un primer mundo, y nosotros somos tan descarados que le ponemos estratos a nuestra miseria, pero bueno, sigo.

Como decía, Juan vivía en el estrato más bajo y, si hubiese asignado un número menor a uno, Juan lo tendría. A su casa no llegaba el agua, tenía que bajar a la ciudad para mendigarle a algún tendero dos o tres botellas de agua de llave, para poder freír medio huevo y el agua para una agua de panela. Tampoco había luz eléctrica, y tampoco luz en general porque no tenía el dinero suficiente para estar comprando velas constantemente, es por eso que las pocas velas que tenía las utilizaba en algún evento importante, como la celebración del cumpleaños de alguna de sus hijas o algo semejante. Sus niñas, sus tres hermosas hijas, eran sumamente alegres, estaban felices de vivir y dos de ellas, las menores, no entendían aún qué era la pobreza. Alexa era muchísimo más consciente del valor que tenía ese papel verde, por eso había dado muchas veces lo más privado de sí para poder obtenerlo. Y es que ella gozaba de una encantadora belleza y eso, sí que tiene precio, precio que sabía aprovechar muy bien. Por otro lado y no menos importante, Juan no siempre estuvo expuesto a tanta miseria, antes gozaba de no mucho dinero pero el suficiente al menos para poder sobrevivir pero, su exmujer, al irse con el comerciante-traficante-malandro, no solo se llevó su dignidad, también se llevó los ahorros con los que pretendían dar la cuota inicial de un espacio al cual le pudieran denominar hogar. Y los males para Juan siguen, aún no he terminado de, tan solo, describir su situación…

(esta historia continuará…).

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