Tercera parte "novela".

Salí del local, me despedí del hombre-cara-deforme y me senté en la acera de enfrente, trinaron los pájaros anunciando que la mañana se acercaba mientras de manera lacerante sentía como el sol que se asomaba por la cordillera iba quemando mis córneas. -Yo no nací para estar muriendo- pensé. No creo aún lo fácil que le entregué mi alma a esa mujer, fue todo tan rápido, tan repentino, ha pasado tan poco tiempo, suspiré y empecé a recordar, todo comenzó a finales de Junio del pasado año.

Conocí a Azul una tarde común, hacía el mismo sol de siempre en ésta sucursal del cielo en pleno infierno, estaban los habitantes-zombis de esta ciudad vagando por las aceras como era costumbre. Pero algo distinto pasó ese día. Esa tarde quedé de encontrarme con unos amigos en una obra de teatro, no pintaba nada bien, los actores se notaba que eran pésimos, unos pelagatos salidos de un instituto de mala muerte, sabía que les iba a faltar "concepto", pero bueno, era gratuito, así que decidí asistir. Muchos dicen que en mí hay una arrogancia más grande que la cordillera vecina y sí, puedo llegar a afirmarlo, sé quién soy, sé todo lo que sé y sé cuán ignorante pueden llegar a parecer las personas que tratan de sobrepasar lo que sé.

Mis amigos me citaron a las seis de la tarde en el bar Estación 64, por fortuna cercano a mi casa, ese día en mi bolsillo sólo había mugre, así que no podía darme el gusto de ir muy lejos, el presupuesto no me daba ni siquiera para una cerveza. La tarde se hizo lenta, como si el aire no soplara y el tiempo estuviese en huelga. Me encontraba en mi hogar intentando evadir la desazón de la tarde, descansaba en mi habitación escuchando a mi cantante predilecto, no me ayudaba a sobrellevar ese maldito no-sé-qué que me invadía la canción que había puesto a sonar, como música de fondo de una tarde vacía se oía: “Rechiflao en mi tristeza, hoy te evoco y veo que has sido en mi pobre vida paria sólo una buena mujer”, pero fomenté mi masoquismo y dejé que mi valiosísimo tocadiscos siguiese entonando a Gardel.

Vivía aún con mis padres, seres ajenos a mi vida, se asemejaban más a muebles o decoración inerte de la casa que a personas. El apartamento era cómodo, pequeño pero acogedor, mi cuarto era el más grande de la casa, tenía las paredes pintadas de azul, unos cuantos símbolos egipcios pintados en el techo, dos posters colgados de la pared que daban a la ventana, uno de The Beatles y el otro de Jimi Hendrix, así mi cantante favorito entonara tango también tenía otros gustos musicales fuertemente marcados, mi versatilidad era tal, no sólo en los géneros sino también en literatura, movimientos pictóricos, criterios y gustos en general que muchas veces siento que en mí habita más de un sólo ser. Continuando con mi cuarto, al lado de los posters se encontraba un gran armario de un tono negro azabache con un espejo increíblemente sucio, la pared que daba a la puerta tenía un cuadro de Salvador Dalí, “La persistencia de la memoria” la pared que le seguía a la derecha tenía una silueta de ninfa dibujada con tizas pastel y al lado un cuadro de mi gran amor: Janis Joplin, mi cama era pequeña, tanto que cuando invitaba mujeres a mi casa les tocaba dormir prácticamente sobre mí, cosa que realmente no me disgustaba.

Por fin llegó la noche, sus luces y su rutinaria salsa, yo vivía diagonal a la calle 70, la calle más ajetreada de la ciudad, la de los bares, los prostíbulos, los estancos, la música, el bullicio, las mujeres y los borrachos. Salí a encontrarme con el encanto de la vida, ese día estaba motivado, quería placeres, música y muchísimo licor. Me dirigí a el lugar de la cita esperando que la noche cumpliera a cabalidad todas mis expectativas, no me imagine cuán azul se teñiría el cielo.

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