Comentario a la "advertencia" de Montaigne en sus ensayos

Cali, Febrero 8 del 2017
Paola Andrea Fernández Zapata
Estudiante de maestría en filosofía.
Universidad del Valle.
Seminario de pregrado y posgrado: Los Ensayos de Montaigne y la pintura de sí.

AL PROFESOR

¿Cómo comentar filosóficamente algo? Más aún ¿Cómo comentar filosóficamente a alguien? Comentar implica hablar, dialogar, decirle algo a alguien, a un extraño, a un amigo, a un ajeno, a unas letras escritas hace 437 años, o ayer, o hace mil años; algo, lo que sea, con o sin sentido, con o sin propósito; pero, en sí mismo, comentar implica hablar. Hablar por escrito, hablar oralmente, pero hablar, dialogar, entablar a un otro con el cual conversar. Pero ¿comentar filosóficamente? ¿Implicaría hablar críticamente? ¿O, tal vez, acudir a la teoría de grandes filósofos para hablar con ‘propiedad’? ¿Propiedad de qué? ¿Del conocimiento que, en sí mismo, es de otro?; ¿o será que comentar filosóficamente es una exposición rigurosa, una exégesis, de una lectura concienzuda? ¿Y ahí dónde habría filosofía? Tal vez allí haya un buen lector y una excelente comprensión de lectura ¿y la acción? ¿Y la filosofía? Para mí la filosofía está viva, se mueve, es dinámica; pensar es actuar. Pero, entonces, ¿qué es comentar filosóficamente? ¿Comentar filosóficamente se debe relegar a hacer notas al pie de grandes pensadores? ¿Soy tan incapaz de proponer mi mirada? ¿O tal vez postular cualquier visión del mundo es prepotente y osado al creerme tanto como para poder emprender ese camino sola?

Muchos hablan con el rostro de otros y para poder decirse a sí mismos tienen que citar a un ajeno; pienso que ellos no son sabios, se refugian en la teoría para maquillar su ignorancia. Muchos comentarán filosóficamente utilizando la lengua de aquellos en los que refugian su incapacidad de hablar por sí solos. O quizá yo, al no ser sabia, me refugio en una supuesta autonomía que desdibuja mi incapacidad de hablar con la boca de otros o hasta de entender sus palabras. No sé cuál sea la mejor manera de comentar filosóficamente algo, quizá porque propiamente decir que se hace “filosofía” es problemático.

Creo que en la rúbrica de este ejercicio no estaba la palabra “filosóficamente” acompañando al comentario y yo me metí en este embrollo sola. Quizá pienso que simplemente dialogar con un texto es un ejercicio vacuo y limitado, pero “filosóficamente” sea una empresa más loable.

No sé cómo hablarle a un texto y menos cómo comentar filosóficamente; pero sí, quizá, cómo hablarle a Montaigne; porque su texto es él, porque él se da por entero en sus letras, porque hablarle a un texto sería dirigirse a un abstracto, pero no le estamos hablando a unos símbolos, le estamos hablando a un humano, a un humano tal cual soy yo, tal cual somos todos. Y quizá pueda hablarle filosóficamente en tanto mi diálogo sea profundo y riguroso, mi lectura sea crítica y pueda sentarme frente a él a refutar, afirmar, compartir o debatir.

Montaigne también me habló a mí como otro, me reconoció como existente, me dio un lugar como alteridad; pero me dejó ajeno a él y a sus letras al mismo tiempo que me invitaba irónicamente a decidir ser parte de ellas. En esa suerte de advertencia que anteceden las páginas de sus ensayos, Montaigne me invita y me repele. Es como si visitara las puertas de su casa como foránea y me invitase a seguir a la sala, pero me dijera que no puedo seguir a su cuarto. Sin embargo, se va, dejando el pasillo libre y habilitado para transitar y llegar hasta su regazo. Me dice “no sigas”, pero me deja el camino libre para andarlo y una luz encendida al final del pasillo. Me dice “no vale la pena entrar”, pero me deja un camino de esmeraldas y una promesa de tesoros al fondo de su casa; una promesa que él no dio, pero sabemos que tiene. Montaigne no me deja afuera porque, así me haya invitado y rechazado a la vez, me ha hecho parte con tan solo tenerme en cuenta. Se dirigió a mí como lectora y su título mismo lo indica “al lector”. Esa soy yo, al otro lado, leyendo, sentada en el otro sofá de su sala, de su castillo, de Montaigne como lugar, de Montaigne como él mismo, como ser, como morada.

Creo que ahí reside lo inquietante de esta antesala a sus letras, a su ser, a la imagen que él pinta de sí. Nos deja la puerta abierta, pero nos despide en la entrada. Nos hace libres. Los textos normalmente se escriben sin invitar al lector a tomar la decisión de embarcarse en él. Están ahí y yo me acerco a él, inquieto, sediento de él; pero el autor no me invita, hace un monólogo y da por sentado que otro escucha. Montaigne no es así. Montaigne me da la posibilidad de tomarlo o dejarlo, me invita y me despide en la entrada y me hace saber que soy enteramente libre de tomar la decisión de seguir o de irme.

Montaigne me da su rostro, no son las letras quienes se muestran, sino la cara de él, directa, plenamente. Él habla como particular, desde el yo, como sujeto que vive y experimenta tal cual yo lo hago. Por eso no habla desde universales ni intenta crear grandes sistemas que describan el mundo. Él mismo lo dice, ¡cómo poder emprender empresa semejante! Pero al ilustrarse a él ilustra a la misma humanidad, porque no pinta más que un ser humano, a él, a mí, a todos. No sé, quizá, si ese fue su objeto así lo niegue. Dice que su objetivo fue perpetuarse a sus seres queridos únicamente y, de hecho, así lo hizo. Todos los que nos sentamos a hablar con él somos su seres queridos, entramos en su casa poco a poco. Al comienzo nos dejó en la sala, pero avanzamos a su cuarto y hablaremos, cara a cara, con él.

Y así su objetivo haya sido únicamente “doméstico y privado” y no buscase consideración ni por mi servicio ni por su gloria, transgredió sus objetivos y los hizo contrarios. Al escribir se perpetuó y al perpetuarse se hizo público, público pero privado. Público en tanto todos podemos hacer uso de él y privado en tanto nos compete a cada uno. Se involucra con un elemento fundamental de la condición humana: la empatía. Nosotros nos sentimos parte de él porque nos identificamos con él. Es un humano. Como yo. Como todos. Y al no intentar hacer universales propició más la reflexión conceptual que aquellos que pretendían construir grandes sistemas que describieran la realidad. No buscó su gloria, pero se perpetuó en la historia, no buscó mi servicio, pero me hizo parte desde el inicio, me tuvo en cuenta como otro, tal cual él, me dio la posibilidad de elegir, me hizo libre.

Quizá Montaigne, sentado en su palacio el 12 de junio de 1580 jamás pensó que algún incauto después tomaría como sensatas sus palabras. O quizá desde siempre sabía que iba a ser inmortal. Quizá no podremos saberlo, pero podemos adentrarnos en él, no en él como concepto, sino en él como sujeto. Qué empresa más difícil emprendió, ¡intentaba conocerse a sí mismo! Y en su intento nos dio la posibilidad de conocernos también a nosotros.

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