Nada te salva

Matarte tres veces y volverte a besar, tal vez para eso sirva la imaginación. En lo cuentos te asesino y con mi sangre te reanimo, pero acá, en mis días, sos vos el que matás. Como Salomé a Juan, pidiendo su cabeza y rogando su regreso, amando y odiando, deseando y repudiando, tánatos y eros; la caótica ambrosía sentimental. En algún momento creí y aclamé con ímpetu que el amor era la base de la vida, el substrato de los instantes y la base de la fuerza. Ahora creo que sí, el amor es combustible, pero el amor hacia sí, ahí está el giro, el quiebre de sentido. Cuán fácil es decirlo y escupir letras angustiadas con un vaivén del esfero. Escupo, escupo, escupo miedos, como si se quedaran en las hojas, como si se fuesen a quedar ocultos en los recovecos del alma por temor ante mis tormentosos gritos. Ahí está el conflicto; escribir los miedos no alivia ni da calma, solo es un placebo de quietud, un aparente sosiego. Y nada ayuda, el temor se acrecenta, mi amor disminuye, mi odio aumenta, mi paz se esfuma. No hay nada que me salve de mí. Creí algún día que estudiar carreras reflexivas me iba a ayudar a solventar la vida. Por ahí varios filósofos consideran su quehacer como la manera de encontrar “paz en los pensamientos”, ¿paz? ¡PAZ? ¿Dónde está la calma? ¿En la reflexión posterior? ¿En la erudición luego del huracán? La paz debe aparecer para afrontar situaciones de conflicto, no para reflexionar luego de prender fuego en el paraíso. La filosofía, sí, claro, sirve… Sirve para escupir palabras bonitas y estructurarlas en una oración con sentido, ¿pero para la vida? Para la vida no hay ocupación que valga. Y aquí es donde muero; ni él, ni yo, ni la filosofía, ni mi madre, ni mi padre, ni mi hermano, ni la vida, nada, nada me salva de mí. Sigo aquí por costumbre de vivir.

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